ABANDONADA

Me quedé muda en plena conversación, a mitad de una palabra. Ya no recuerdo lo que estaba diciendo, tanto me está costando recuperarme de ese golpe de mala suerte. 

Algo me debió alterar, tal vez fue un ictus, un nódulo inflamado o la rotura de alguna cuerda vocal. Pensé en qué clase de enfermedad puede surgir así, de repente, sin dolor, sin previo aviso, para machacarte la vida. Y son muchas, demasiadas. Es mejor no pensarlo, pero es imposible cuando te sucede a ti.

Claro, claro que carraspeé varias veces, bebí agua, tosí y volví a beber, pero no. Ningún sonido salía de mi garganta.

Sí, por supuesto, fui a urgencias. Me acompañó mi marido y allí tuve que esperar seis horas escuchando sus quejas sobre la seguridad social mientras probaba a abrir la boca sin conseguir emitir ni un sonido. Había casos mas urgentes, lo estaba escuchando: accidentes de moto, quemaduras, infartos, descomposiciones, lipotimias, niños con fiebre altísima… yo que sé. El caso es que me pasaron a una sala de sillas azules, abarrotada, para que pudiera sentarme a esperar. El mostrador de las enfermeras no paraba de atender a médicos, pacientes y profesionales del hospital. 

Añoré a mi médica de cabecera. Ella me habría observado detenidamente, habría leído mis mensajes, observado, escuchado atentamente a mi marido contarle su idea de lo que sucedió, pero no, esa mujer no estaba a mi alcance en esos momentos. De pronto los médicos de cabecera se han convertido en nuestros ángeles custodios en la ciudad de los escasos especialistas.

Nada. No encontraron ninguna explicación a mi repentina imposibilidad de hablar. Miraron radiografías, rebuscaron en la analítica, me recomendaron diversas pruebas que yo he realizado sin rechistar, pero ya han pasado dos meses y siguen sin encontrar la causa del mal.

¿Es algo emocional?, ¿Algún trauma o acontecimiento que pueda provocar una reacción de este calado? ¿Ha pasado usted por un periodo de mucho estrés? Me preguntan tratando de avanzar hacia una posible solución. 

Solo recuerdo que estaba hablando ante un grupo de vecinas. Hablaba yo y ellas me escuchaban con interés. Me encontraba a gusto, para mí no era habitual ser el centro de una conversación, pero de pronto…el sonido de mi garganta voló hacia otro lugar.

En mi casa la vida sigue con normalidad. Hablo poco, soy de esa clase de personas que prefieren escuchar y observar y puedo afirmar con rotundidad que allí cada uno va a su bola. Los chicos no paran y esperan un si o un no de mi cabeza o una sonrisa como participación en sus conversaciones. Tienen mucho que hacer. Yo miro cómo vuelan las palabras, cómo se pasean por la sala, bajan por el pasillo, salen por la ventana. 

En alguna ocasión me enfado cuando mi marido enciende la televisión para poner fondo sonoro a la casa, porque no soporto la palabrería ni los concursos, pero no puedo discutir. Bueno, antes tampoco podía, la verdad. Siempre se imponía a mis deseos de escuchar buena música o disfrutar del silencio. Ahora pienso que mi incomodidad la podría dirigir de otro modo. Sencillamente, podría apagar la caja tonta sin mediar palabra, o me marcharía para no escuchar sus vídeos en el móvil o el maldito tik tok, pero me temo que ya ha normalizado mi silencio. A todo se acostumbra uno, pero yo no he podido soportar cómo sobrevuelan en círculos las voces eléctricas de los charlatanes que rebotan contra las paredes y me atrapan, alterándome.

Lo peor de todo es que no me encuentro. Necesito actividad, añoro mi trabajo, las ocupaciones, los problemas y las relaciones. Me paso horas dándole vueltas a cómo evitar la baja, aunque no pueda hablar y me digo una y otra vez que todo se podría solucionar a base de comunicaciones escritas o gestuales. Al menos estaría allí, en el lío de las palabras.

Miro a mi perra y me solidarizo con ella. Tampoco puede hablar, pero tiene mucho tiempo para observarnos. Conoce nuestros horarios, nuestras manías, se puede anticipar a lo que vamos a hacer, sabe pedir mirando fijamente a los ojos, con infinita paciencia. Se comunica en sus cosas básicas. Tiene capacidad de conexión, pero, sobre todo, digamos que es así. Nació muda. 

Pero yo no soy como ella. No me puedo adaptar a todos los que conviven conmigo. Deseo que ellos me vean un poco a mí, pero no es fácil. Mirarme, les grito en silencio mientras les observo y espero que unas palabras susurradas de mi mente lleguen hasta ellos. ¿Quién sabe hasta donde pueden viajar?

He pensado que tal vez, si fuera al psicólogo, pero a ver, ¿cómo me comunicaría en las sesiones? No me imagino dándole papelitos o wasapeando con él. Es un poco limitante. ¿Y si aprendiera el idioma de los signos? No creo que pueda avanzar con rapidez en expresar mis emociones si ya me resultaba difícil cuando tenía voz.

Otra alternativa sería un cambio radical, empezar de nuevo. Muda. Tampoco lo veo nada fácil, aunque no es para echarse las manos a la cabeza. Puedo comprar, cocinar, escuchar mi música, las noticias de la radio, leer, dibujar y realizar con normalidad casi todas las tareas. Tal vez así conseguiría relajarme y superar el estrés si es que esa es la causa de mi desgracia. Pero ¿Cómo se curaría mi mal si parece que no hay una causa? Al fin y al cabo, ¿Quién no desea tirar la toalla alguna vez?

Una vecina, amante del mundo oscuro, me dijo que fuera a una curandera o a una bruja para que me leyera el futuro, pero ¿cómo podría encajar un vaticinio desfavorable a mi recuperación? Solo pensarlo me da miedo, o peor, auténtico pánico. Y, ahora que recuerdo, fue ella la que interrumpió mi charla de vecinas con sus historias sobre la importancia de tener un gurú y consultar la carta astral, aunque con mi repentina enfermedad recuperé, tristemente, el centro de todas las atenciones.

Le doy vueltas y sigo pensando que no hay explicación a esa misteriosa huida de los sonidos de mi garganta. ¿Qué dolor se oculta detrás de esa ausencia? Me la imagino como un vacío en el gran puzle del cuerpo esperando completarse. Un hueco maldito para el que no se encuentra la pieza que encaje. ¿Qué puedo haber hecho mal para recibir ese castigo? ¿Es que no los he tratado bien? ¿acaso consideran que no vale la pena pasearse por el aire que respiro? ¿Es que mi voz es tan tímida que no ha resistido un público tan interesado por una vez? 

Mis amigos me miran apenados, me preguntan cómo lo llevo, me tocan el brazo con cariño y pronto se acostumbran a mis silencios, por otro lado, nada extraño. Yo miro sus palabras de ánimo subir hacia el cielo y evaporarse en un abrir y cerrar de ojos.

Todos los días le pido a mi voz que vuelva. ¡A saber cómo le tratan por esos mundos etéreos, con el respeto con el que yo la utilizo! Y en silencio, cerrando los ojos para concentrarme al cien por cien, le prometo que la cuidaré, que no sea tímida ni rebelde, que todo se irá calmando. Que volveremos a ser felices, que regrese, por favor, que necesito escucharla y que me escuchen. Y en silencio, confío y espero encontrar de una vez por todas, mi propia voz.

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