La hija del rey

Necesita correr, correr todo lo rápido que pueda y buscar refugio. Sabía que esto podía suceder.

Al principio no le advirtieron, no. De ninguna manera.

Cuando le ofrecieron venir aquí todo fueron promesas de prosperidad y un mundo mejor. Es cierto que llegaron en el momento oportuno porque ella era una mujer pobre, sin recursos, sin expectativas y se preguntaba a menudo si tendría que quedarse en la casa de sus padres, en esa villa apartada, oscura y sucia, para siempre.

¿Nunca vería otros lugares ni viviría en otra parte? ¿Tendría que conformarse con el marido que eligiera su padre y que pudiera aportar algo a la familia ya que no disponía de dote?

Su destino parecía escrito, o eso pensaban todos hasta que la suerte le llegó de la mano del gran Luis XIV, rey de Francia.

Acababa de cumplir diez y seis años y la vida le hace un regalo de manera totalmente imprevista.

Claro que aceptó ir a las colonias. Sus padres recibieron encantados la propuesta. El destino, Nueva Francia. El reto, superar la travesía y criar muchos hijos. Allí solo había una mujer por cada seis hombres y necesitaban repoblar los nuevos territorios.

Hubo compensaciones para las familias y para todas las mujeres seleccionadas, buenas dotes, ajuares y formación con las monjas. Todo lo pagaba el rey de su fortuna personal, por eso las llamaron “las hijas del rey”.

Superó la travesía a pesar de los mareos y el temor que le producía la inmensidad del océano y las terribles leyendas sobre naufragios y animales fantásticos. Incluso consiguió elegir marido, algo impensable en la vida que dejaba atrás. Se casó muy pronto, en cuanto llegaron a tierra después de meses de travesía, con un soldado enviado para poner paz entre los nativos iroqueses y los colonos.

Consideró que era una mujer muy afortunada y todos los días agradecía al cielo su buena estrella.

Les instalaron en una casita de madera de color rojo, con campos de trigo para cultivar y una pequeña granja de animales. Eran pioneros junto con otras ocho familias en la isla de Buenaventura, un pequeño puerto pesquero y refugio para miles de alcatraces. Algunos días, antes del atardecer, se acercaba a disfrutar la visión de esas aves en libertad.

Había nueve casas en la isla, además de una cabaña comunal para las reuniones. La tierra era próspera, aunque el invierno le sorprendió con extrema dureza. Los vecinos más cercanos estaban a unos trescientos metros pero no temía la soledad. Se sentía capaz de iniciar una nueva vida a pesar de las repetidas ausencias del esposo.

Cuando era niña soñaba con una casita blanca de tejas rojas, perfectamente encalada y, ahora, aunque no era exactamente la imagen soñada, podía admirar su silueta desde los campos y reconocerla como suya, como un deseo cumplido, como su destino.

Pero no tardó mucho en abrir los ojos a la gran dificultad de ese territorio. Fue el día que su esposo regresó con los calzones y las botas embarradas y llenas de porquería, la camisa salpicada de sangre, agotado y triste, murmurando “esto no se va a acabar nunca” mientras le apretaba la mano hasta hacerle daño, para evitar las lágrimas.

—No te va a pasar nada malo, tranquilo—murmuró ella

—No sabes de lo que son capaces—Le dice apretándole más los dedos y abrazándola.

—Todo va a salir bien, nosotros somos mejores— insiste apoyando la cara en su hombro.

Ese día pudo percibir con claridad el peligro al que se enfrentaban y se puso a temblar, aunque siempre se había considerado una mujer fuerte con un cuerpo elástico y resistente y resuelta a enfrentar cualquier adversidad.

Desde entonces ha vivido con el miedo constante a que su marido sea asesinado o capturado y nunca pueda volver a verlo.

Apenas ha pasado un año desde que se casaron, ya está embarazada de tres meses y ese día fatal ha llegado, pero es posible que la tragedia la persiga a ella y al bebé que espera porque está sola en la casa.

Los iroqueses y los pueblos nativos quieren vengarse de los colonos. Vengarse de su manera de esquilmar la caza, de las muertes de sus familiares por culpa de las enfermedades que están propagando a su pesar. Irrumpen inesperadamente en las granjas más aisladas matando a todos sus habitantes o tomándolos prisioneros. Por eso han reforzado el territorio con tantos soldados, pero ellos saben lo que hacen, es una guerra de guerrillas. Conocen el territorio, han vivido aquí miles de años. Exigen.

Hoy han incendiado el campo. El fuego se propagará rápidamente a través del trigal. Hace mucho viento y el cielo está negro. La casa es de madera. Todo se volverá ceniza. La hija del rey ha dejado la puerta del establo abierta y sabe que su fiel amigo la seguirá donde vaya. Ya sabe que algo anda mal.

No espera que lleguen los soldados a tiempo. Tiene que darse prisa, llegar hasta la casa del vecino, en dirección contraria al vendaval que consume los campos y, si la situación empeora, huir en barca hasta que todo se calme.

 Corre, corre con todas sus fuerzas. Lo deja todo atrás. Su pensamiento está centrado en salvarse, en salvar a su bebé y volver a empezar, porque han venido hasta aquí para quedarse. Y si hay que pelear, pelearán. Este es su hogar, es un regalo del gran rey de Francia.

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