Negación

Me incorporé un poco en la silla de ruedas con la mente ida y los ojos atolondrados por el sueño. Con la mano restregué el cristal empañado de la ventana. Estaba helado, la nieve, en silencio, lo había invadido todo. ¡Mierda de nieve!

“Buena es la nieve que en su tiempo viene” dice mi madre, pero a mí me repatea el frío y el olor de esta casa, antes tan familiar. Daría cualquier cosa por regresar al calor de las islas, a la alegría de las mañanas con sus desayunos de miel, los paseos nocturnos y los abrazos de Julia. Ella me tocaba y me calentaba por dentro.

Recuerdo que hace dos años, con mi título de cocinero y algo de experiencia, me marché a Lanzarote atraído por el buen tiempo y un empleo. Deseaba independizarme, aprender, tomar el sol, sentir mi propia vida.

Encargué un juego de cuchillos profesionales de chef y diversos utensilios para practicar en el apartamento que alquilé en la playa, cerca del hotel donde preparaba las comidas y las cenas.

Allí conocí a esa mujer pelirroja. Me deslumbró su manera de caminar entre las mesas de los clientes, como bailando y con el uniforme azul marino de falda ajustada sobre un cuerpo espigado y esbelto. Le gustaba el sol, el mar y la cocina como a mí.

Enseguida se vino a vivir conmigo y se trajo su risa y su gato.

Algunas noches, después del trabajo, nos acercábamos a la orilla del mar y bailábamos; nos tumbábamos sobre la arena fresca y húmeda para fumar hierba jugueteando bajo millones de estrellas. Me gustaba el olor sutil de su aliento cuando abría la boca y se pegaba a la mía con su sabor salado. A veces, ella me lamía el cuello y yo me fundía con la playa y con esa oscuridad luminosa. Nos reíamos con todo el cuerpo.

Yo estaba completo. Tenía un trabajo, una novia y calor en mi ánimo. Me encantaba cocinar para ella. Aprendía recetas, experimentaba con las texturas y los sabores. Nos retábamos. Era divertido.

Julia era un fenómeno en la cata de vinos y no podía competir con ella, aunque entre copa y copa, me descubrió los aromas de la vainilla, la manzana o la pera, el corcho, los frutos silvestres y la madera.

            —Andrés, dijo mi madre dando golpecitos a la puerta

            —Pasa mamá, le dije sacudiéndome el recuerdo

            —Hoy no vas a poder ir. Hay mucha nieve, tal vez hielo.

            —Ya veo. Todavía hay tiempo, vamos a ver si se funde y deja de ser un problema…

            —Mejor déjalo por hoy, hijo. Descansa

            —No puedo. Me quiero restablecer pronto, cada sesión de rehabilitación es un avance, dije intentando levantar la mole maltratada en que se había convertido mi cuerpo y, además hoy empiezo las sesiones de coaching para el empleo.

            —Hay tiempo, insistió

            —No, no hay tiempo. Ella me espera, le contesté impaciente, algo nervioso.

            —¿Todavía sigues con eso? ¿Es que no lo ves?

            —¡No veo qué! Le contesté gritando a mi pobre madre, doblándome sobre la silla de ruedas.

            —Si te quisiera, te habría llamado, habría venido, se habría quedado cuidándote en el hospital, contestó casi llorosa. —¿Cómo puedes estar tan ciego?, insistió una vez mas.

            —Tú no lo entiendes. No es posible lo que me cuentas. Estábamos muy unidos. Lo hice por ella.

            —Y además eso. ¡En qué cabeza cabe…!

            —Bueno, déjalo ya. Siempre el mismo lamento. Me gustaría estar solo.

            Las palabras salieron disparadas. Después me quedé en silencio un minuto.

Se marchaba. La puerta de mi habitación estaba a punto de cerrarse, pero ella la dejó un poco abierta para insistir suavizando la voz, haciéndola más lenta.

—Tienes que escucharme hijo. Ya han pasado seis meses sin incluir el que estuviste en coma en el hospital. Nunca fue a verte. No dejó dirección ni teléfono. ¿Me estás escuchando? ¡Mírame, por favor!

            Callé. No quise girarme.

            —Nosotros estuvimos contigo todo ese tiempo, nosotros estamos cuidando de ti, ¿por qué no nos crees?

            —Porque no puede ser cierto. Ella se asustó, fue eso, o creyó que estaba muerto. ¿Llamasteis al hotel?

            —Llamamos y no nos aclararon nada, no sabían nada —dijo mi madre mirándome, apretando sus manos, conteniendo un suspiro y acercándose de nuevo.

            —Por eso tengo que volver. Recuperarme y regresar para encontrarla. Aclararlo todo.

            —Apenas puedes andar, apenas puedes coger los cubiertos. Te espera un largo proceso. Es mejor que la olvides, que te centres en ti y en tu recuperación. Después, ya se verá.

            —¿Cómo no va a agradecerme que intentara salvar a su gato, que no podía regresar a casa?

            —Esta es ahora tu casa, hasta que te recuperes. Ten paciencia, hijo, me dijo acercándose para cogerme la mano, pero a mí me pareció la caricia de un cactus y la retiré sin mirarle a la cara.

            —¿Por qué no os cae bien?

            —No se lo merece. No te cuidó y, además, desvalijó tu casa, me dijo sentándose en mi cama, mirándome de frente—. Se llevó el estuche con los cuchillos y todo lo que compraste. Nunca vino a vernos, nunca supimos nada de ella. ¿Tanto te cuesta creerlo? ¿Te ha llamado alguna vez? Ahí lo tienes, no hay peor ciego que el que no quiere ver.

            —Vale, mamá. Déjalo ya. Me agotas ¿Te importa dejarme solo? Le levanté la voz girándome hacia la ventana para no verla.

 Ella salió de mi habitación en silencio, a punto de llorar.

Otra vez la he jodido, pensé. Algo no debe a andar bien en mi cerebro ¿Tanto me costaba callar?

Agotado, recosté la cabeza en el respaldo de la silla. Intenté levantarme con gran esfuerzo, pero enseguida me dejé caer como un bloque de cemento.

Si, salté al balcón del vecino, un piso vacío. Llevábamos unas copas de mas y los maullidos lastimeros asustaron mucho a Julia.

Yo calculé que podía rescatarlo, salté, pero caí al asfalto desde el segundo piso, porque suponen que me pilló el maldito punto ciego.

Luego, la oscuridad. Nada, ningún recuerdo, hasta verme en la silla de ruedas acercándome al avión que esperaba en la pista, como un pajarraco que me alejaría de mi sueño.

Desde entonces vivo en el caos. Mi cuerpo no es mi cuerpo y espero la ayuda de otros para recomponer los pedazos desperdigados por el suelo. Médicos, fisioterapeutas, ahora un coach. Dicen que pueden ayudar mucho en la recuperación. Necesito confiar en ellos, en que volveré a ser el que fui, en que me levantaré de esta silla de inválido, que encontraré un empleo y podré regresar a las islas, a mi casa, a la pelirroja de mi sueño.

Pero… ¿Cuánto tengo que esperar? hoy no podré salir a la calle, ni al frío de Madrid. Un día perdido, ¡Maldito invierno!

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