Tormenta

El temporal vapulea las ventanas. La lluvia se lanza a ráfagas sobre los cristales tratando de agarrarse, pero las gotas resbalan y caen arrastradas por el viento. Ya son tres días sin parar. Los colegios han suspendido las clases.

El niño está en la cama. Le brillan los ojos. No para de toser. Está agotado.

La madre no se aleja de él. Le pone el termómetro, le acerca un vaso de agua, le añade otra almohada para que pueda respirar mejor. El médico le vio hace una semana, pero no mejora. Hoy ha vomitado un par de veces. Esto no va bien.

Espera a su marido. Necesita decirle que tienen que ir al hospital. Pero no aparece. Ha salido con un vecino para analizar una fuga de agua en el portal dos.

Decide pasar la aspiradora con la esperanza de que el sonido de la tos no la golpee de nuevo. No, es imposible seguir.

—¡Ay, Dios!, dice en voz alta apagando el aparato. Por un lado, quiere evadirse, pero, por otro, algo le dice en su interior que la cosa es grave, que hay que buscar ayuda.

¿Cómo es posible que se haya marchado de casa teniendo a su hijo así? Y mientras lo piensa, una sombra roja de rubor le va subiendo por el cuello. Se va instalando ese síntoma de enfado, de rabia y de impotencia que la sacude a veces. Ella no sabe conducir y aunque supiera, no se atrevería con este tiempo.

Se lleva la tabla de planchar al dormitorio, pero la tos persistente le pone los nervios de punta. El niño vuelve a vomitar. Ella le sonríe, le acaricia y le calma, le toma otra vez la temperatura. Sigue igual, pero no, no está tranquila. Mira por la ventana. No se ven las viviendas de enfrente. Es un diluvio, la maldita gota fría.

El chopo del parque, que este año ha alcanzado la altura del tercer piso, se comba con una reverencia violenta hacia la fachada de las casas. Está agarrándose desesperadamente a sus raíces. A pesar de que todo está cerrado a cal y canto en la casa, se puede escuchar el ulular del viento entre sus ramas.

¿Por qué no coge el teléfono?, ¿Cómo se le ocurre marcharse con un niño tan enfermo?

—¿Ya estás aquí? ¿cómo has tardado tanto?, pregunta elevando la voz, sin poderlo evitar en cuanto escucha el giro de la llave en la puerta.

—Ya hemos localizado la avería. Me quedé a tomar una cerveza en casa del vecino. ¿Qué sucede?

—¿Cómo se te ocurre? El niño está peor y tu de farra, le dice enfadada, con el cuello enrojecido. —¿Cómo has sido capaz?, le grita tirándole la plancha a la cabeza, que él esquiva agachándose oportunamente.

Con un movimiento rápido, el hombre la rodea con los brazos y le presiona la cara con el hombro.

—Vamos, ya nos vamos, mujer. Coge tu gabardina y abriga al niño. En veinte minutos estaremos allí.

No hay nadie en la carretera, la línea blanca intermitente se curva más adelante. Allí aparecerá la silueta borrosa del hospital. Van despacio, los limpiaparabrisas se agitan inútilmente.

En el trayecto solo se escucha la lluvia contra el techo del coche, el chapoteo de las ruedas sobre los charcos y la tos, una tos seca y como de fuelle, una tos de tormenta.

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